Por: Shannon Popkin y Lee Nienhuis.
Desde nuestra más tierna infancia, la mayoría de nosotras nos pasamos el día intentando ser una persona sin ningún defecto. Cuando nos sentimos disminuidas o expuestas, nos cubrimos y escondemos. Y si finalmente damos la talla, nos perdemos en el perfeccionismo, la independencia y el orgullo. O tal vez renunciamos a la esperanza de encajar y nos juntamos con las chicas «raras a propósito», las que están tan hartas de no dar la talla que deciden no molestarse en encajar.
Todas estas respuestas nos alejan de la libertad y la alegría. En cambio, nos llevan a temer lo que puedan pensar o decir los demás. Terminamos por tratar de demostrar cuánto valemos y de dar la talla, mientras todo el tiempo tememos que alguien pueda descubrir que somos una farsa.
Cuando consideras toda esa presión, ¿no estás harta de vivir como una chica obsesionada con las comparaciones? Eso esperamos. No es forma de vivir. Puede que haya mil formas de dar la talla, pero ninguna de ellas nos hace sentir plenas. La respuesta lógica es: “Deja de compararte”, pero nuestra pregunta es: “Bien, ¿cómo?”. La comparación es tan natural como darte cuenta de que tus zapatos son más grandes que los míos, o de que has sacado un Sobresaliente cuando yo he sacado apenas un Suficiente. ¿Qué podemos hacer? ¿Ponernos anteojeras como las que llevan los caballos?
Y cuando intentamos no compararnos, irónicamente, ¡también es agotador! Muchas de nosotras sabemos que no debemos mirar a nuestro alrededor para compararnos con los demás. Así que redoblamos nuestros esfuerzos y nuestros intentos de corregir nuestra inclinación a compararnos. Todo se convierte en un círculo vicioso. La comparación es una trampa de la que no podemos escapar por nosotras mismas. Está en todas partes y nunca se acaba.
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