Comenzamos otro año electoral. Nuestro país continúa consolidando las bases de la democracia. Nuevas expectativas son colocadas en dirigentes que proponen y prometen. Nuevos y viejos nombres comienzan a debatir más ásperamente y a cruzarse en forma verbal y hasta física (cachetada de por medio). Pujas por intereses comienzan a resurgir. En el medio de los sueños y promesas, de las construcciones de intereses y de poder, aparece en el campo de la política, un manjar apetecible para cualquier candidato: los votos del numeroso pueblo evangélico. Algunos inescrupulosos creyendo que se trata de ir al supermercado de compras, y otros pensando ingenuamente en un ilusorio voto cautivo fácil de atrapar. Otros más buscando colocarse en la posición negociadora pretendiendo representar el “voto evangélico” e intentando lograr un beneficio personal en el proceso. En fin, diría el Predicador: nada nuevo bajo el sol.
Lo que sí nos llama a la reflexión es el lugar del equilibrio entre la debida separación entre la Iglesia y el Estado, que ha sido y es nuestra bandera evangélica desde los tiempos más remotos. Por un lado, la necesaria participación ciudadana de los creyentes en la vida democrática. Por el otro, la cada vez más importante participación de creyentes con vocación política con el propósito de llevar a la gestión pública y a los ámbitos de decisión política, los valores y principios éticos que sostienen desde su fe cristiana.
Sin duda alguna, como dijo el teólogo Karl Barth, la oración, “es la contribución más importante que la iglesia puede hacer a la vida política”. La Iglesia Evangélica debe orar y tener una especial mirada al mundo político haciendo “…rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, los reyes y los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.”
(1 Ti.2:1-2).
La pregunta que nos hacemos es: ¿hay algo más que la Iglesia pueda hacer además de orar? Pensemos primero en lo que no puede o no debería hacer.
El teólogo holandés Prof. Dr. H. M. Kuitert escribió: “La política debe ser hecha a través de canales políticos y no eclesiásticos… La iglesia es la iglesia, y no debe querer tomar parte en la lucha por el poder entre partidos políticos, así tampoco las autoridades o partidos políticos deben tomar el lugar de la iglesia”. Aunque las agendas se crucen, sus esferas de autoridad y sus acciones deben permanecer claramente distinguidas. A pesar de que haya aparentes ofertas tentadoras, está por demás comprobado que es lo más beneficioso para ambas.
Sin embargo, la Iglesia no debería dejar de incentivar a creyentes con vocación a prepararse y participar como candidatos, haciendo hincapié en la honestidad e integridad. Brindando un ámbito discreto de provisión de oración, consejo y rendición de cuentas. A la vez, tratar de evitar que creyentes sin vocación, o llamado o preparación adecuada, encuentren en la política un atajo para satisfacer sus ansias de autoexalación, poder o trascendencia.
Asimismo, es responsabilidad de la Iglesia educar a los creyentes a pensar bíblica y sabiamente acerca de la labor política (transparencia, justicia, valor de la vida, etc.) sin favorecer partidos políticos específicos y sin politizar las congregaciones.
Si bien mucho se ha hablado de la transformación social que se puede obtener a través del uso del poder político, cuando se trata de influenciar con valores cristianos, lo cierto es que la política no es el único ámbito ni tampoco el más apropiado para alcanzarlo. Fue Abraham Lincoln que dijo: “la Iglesia pone los límites dentro de los cuales la política tiene que funcionar”. La influencia cultural que produce la Iglesia – los creyentes – en la sociedad, a través de la transmisión de su mensaje integral. Sus ideas, escritos, y producciones artísticas. Sobretodo a través de su testimonio vivo y de un accionar efectivo en la resolución de la problemática de la gente, con protagonismo en “todas” las esferas sociales, y levantando los valores cristianos, produce la influencia que la política por sí sola nunca podría ocasionar.
No cabe duda que más allá de promover y defender los principios cristianos en los diferentes ámbitos. Como así también de impulsar a la formación de líderes íntegros y capaces, la Iglesia debe mantener su enfoque principal en un compromiso de esfuerzo unido para la predicación del Evangelio de poder, la formación de nuevos discípulos y la plantación de nuevas congregaciones, siendo así verdaderos agentes de cambio en la vida de las personas.
En estos tiempos debemos estar alertas, respetar y promover la participación ciudadana. Pero también velar por la sana doctrina, cuidar el rebaño que se nos ha entregado para pastorear y ejercer la voz profética que sostiene los principios bíblicos en la sociedad.
Dr. Christian Hooft, vicepresidente de ACIERA
Pastor y abogado.
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